Friday, January 5, 2018

Raíces y horizontes de América Latina II

Un continente en busca de su perfil y un destino: el peso de la diversidad en los orígenes.
Alejandro González Acosta, México, UNAM.
Las diez Conferencias Panamericanas (1889-1954), que sucedieron a los intentos previos de unidad y coordinación latinoamericanas (desde el Congreso de Panamá en 1826, y las reuniones subsiguientes por la unión hispanoamericana de 1847, 1856 y 1865), dejaron, entre muchos otros saldos, al menos dos instrumentos funcionales estratégicos: la Junta Interamericana de Defensa (1942) y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948), que antecedió por medio año a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En esto, el continente fue pionero a nivel mundial, buscando darse un orden y una protección dentro de las leyes de sus países integrantes, como pactos civilizatorios que, aunque sin tener carácter vinculante, establecieron como comúnmente aceptados algunos principios básicos de convivencia regional e individual.
En estos últimos setenta años de entonces a la fecha de hoy, la historia latinoamericana ha derivado desde los propósitos unificadores y coordinadores de esencia práctica, hasta los proyectos regionales más ideologizados: desde el Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro (1947), preámbulo de la Organización de Estados Americanos (1948), la Alianza para el Progreso (1961), el Foro de Sao Paulo (1990), y los más recientes Mercosur (1991), la disyuntiva irreconciliable entre la hoy expirante ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, 2004) y la coyunturalmente resurgente ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas, 1994),  y hasta el mucho más reciente Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, 2016) en el que, aunque de alcance extracontinental, se integran varios países latinoamericanos y que hoy parece recobrar fuerzas. 
Resulta evidente que, a pesar de sus diferencias y contradicciones, los gobiernos de esta región del mundo han buscado, buscan y continuarán buscando, mecanismos de asociación e integración que respondan a las políticas específicas de cada país en sus condiciones concretas, las cuales resultan mutables e inestables, y esto ha marcado hasta el presente la provisionalidad de cada uno de estos esfuerzos.
Todo esto a pesar de la reticente posición norteamericana enarbolada por Donald Trump de “volverse hacia dentro”, como hace milenios hicieron los mogoles chinos, y que en ambos casos se condensó arquitectónicamente en un cercado: la Gran Muralla China y el Muro Transfonterizo USA-México, que vendrán así a ser las dos únicas construcciones humanas visibles desde ese estupefacto satélite reflejante que es la luna, testigo de amores y odios sin fin. El espíritu integrador fronterizo que alguna vez animó la creación de ciudades hermanas como Calexico (fundada en 1908: California-México) y Mexicali (establecida en 1903: México-California) como “ciudades espejo”, está expirando. Ahora serán pueblos vecinos que viven de espaldas, empeñados en una empresa imposible, tratando de negarse uno al otro.
La verdadera fusión comercial y económica sólo se alcanzará –la práctica y la historia lo han demostrado- cuando exista una homogeneidad política y social. Son muchos y muy antiguos los pasos dados por la América Latina para lograr una integración funcional, hasta llegar al día de hoy, de pronóstico incierto, cuando aún un tratado exitoso como el NAFTA amenaza ser disuelto unilateralmente: Mucho ruido y pocas nueces, diría melancólicamente un Shakespeare continental asomado al espectáculo histórico de nuestras naciones. Sin embargo, al parecer el aldeanismo latinoamericano (herencia del español conquistador y la fragmentación autóctona original), ha tenido raíces más profundas y resistentes que el tribalismo africano, pues el “continente negro” planteó su primera voluntad unificadora apenas en 1963 con la Organización para la Unidad Africana (OUA), y ya en 2002 transitó hacia un nivel superior de coordinación con la Unión Africana (UA), que ya ha obtenido importantes logros incuestionables, a pesar de las numerosas limitaciones que aún padecen en ese continente. 
Actualmente, los países africanos están ofreciendo un gran ejemplo al mundo al conciliar esfuerzos multinacionales para un empeño de repercusión planetaria: la siembra de millones de árboles circundando el amplio territorio del Sahara para detener y acaso revertir su expansión. 
Mientras, en América Latina, la conservación del Matto Grosso se le ha atribuido exclusivamente a Brasil, aunque debería ser un interés continental y mundial. En esto, América Latina sigue detrás de África, lo cual aporta argumentos para apoyar esa balcanización de la política continental que se eleva a condición histórica casi genética. 
Pero esto se dificulta a partir de las diversas ideas de “lo latinoamericano” que han interactuado en estos últimos siglos, y que pueden sintetizarse esquemáticamente en dos grandes corrientes de pensamiento geopolítico, las cuales a su vez se condensan en dos nombres, que resultan símbolos continentales: Simón Bolívar y José de San Martín. Estos dos personajes han sido el resultado histórico de centurias anteriores para tratar de fijar el contorno y los rasgos de un rostro latinoamericano, y después de ellos, han sido los pivotes –explícita o implícitamente- de toda conceptualización de lo que fuimos, somos y seremos. Hoy ambos tienen una renovada actualidad, y sus posiciones sobrevuelan el escenario especulativo filosófico, histórico, económico y político de nuestro entorno regional.
Desde la Carta de Jamaica (Kingston, 6 de septiembre de 1815) escrita por un desolado Simón Bolívar, a la actualidad, son numerosos los proyectos que han propuesto la unidad latinoamericana, idea admirable pero impráctica, que desconoce las particularidades de cada región y país. Jorge Luis Borges afirmaba con certidumbre que no existía una América Latina, sino una creativa sumatoria de países individuales expresados en sus respectivas literaturas. Partiendo de la diversidad de los pueblos autóctonos, que carecían de un concepto de patria y mucho menos de nación, advino posteriormente el control centralizador hispano en el continente, primero con los dos grandes y antiguos virreinatos de la Nueva España y Perú, a los que se agregaron luego los de más cercana creación, como los de Nueva Granada y La Plata, complementados por Capitanías Generales en Chile y Cuba, con Audiencias diseminadas para atender el aparato jurídico. Los tradicionalistas Habsburgos (procedentes del complejo mosaico del imperio germano-austro-húngaro) reconocieron la particularidad y diversidad de los pueblos americanos, y los modernizadores Borbones (llegados de la centralizada Francia) trataron de imponer la homogenización de los dominios hispanos.

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